E
El ojo no pudo verla, su velocidad impidió captarla, pero existió. Como un enjambre de abejas zumbaba en los oídos, la tarde aún resistía los envites de una noche cargada de silencios. El tímpano vibró, el martillo golpetea repetidas veces contra el yunque, aquel sonido emergió de la callada quietud vespertina, cristales rotos que caían al suelo desde la ventana, aquel cuerpo se derrumbó en el asfalto, dos disparos, uno impactó en la fachada y el otro en el cuello, sangre derramada entre vidrio hecho añicos. Olía a pólvora, fuerte aroma que ocultaba el dulce néctar de las flores de aquel arriate, la luna corrió a esconderse y el sol quedó triste, aquella experiencia le hizo llorar lágrimas secas, la luz se quebró, se nublaron sus ojos, el mundo cayó en su mente, se desvaneció aquel pensamiento y creyó que soñaba. Perdió la noción del tiempo, se sintió volar. Un beso rozó sus labios, rojo carmín que endulza el alma, sonrisa que alegra el corazón, cálida su piel que hacía erizar su espíritu dejando el vello en posición de ataque, la verdad se estudiaba a si misma y no encontraba razón alguna para explicar lo que estaba ocurriendo. Sintió frío, sus manos quedaron inertes, elevó su cuerpo y entonces lo vio, entonces pudo comprenderlo todo, se observaba a si mismo, rodeado de gente, un gran tumulto, una americana azul manchada de sangre servía de apoyo a su cabeza, su tez pálida perdía su sonrisa habitual, alma que veía morir su cuerpo, esquela dormida que quería despertar su miedo. De repente un silencio y todo parecía acabar, dolor callado que descansa en la muerte, lamentos que sesgan la vida con la velocidad de un proyectil. Todo parecía acabar y un golpe seco sacudió su mente y su alma lloró un sentimiento al abrir los ojos y ver aquella mirada que asustada gemía su dolor. Dolor que acabó en alegría, la muerte debió de esperar y una sonrisa brotó de sus labios enrojecidos por la sangre, pensó que su suerte renació de nuevo con él.
Miguel Urbano Peralvarez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario